La trayectoria que tengo como escritor se limita casi totalmente al ámbito académico, especialmente a ensayos e informes. Si soy honesto, creo que son contadas las veces he empezado a escribir por iniciativa propia. Los pocos textos que he desarrollado por fuera del colegio o la universidad han sido, en su mayoría, fruto de la constante perfección y apropiación de las tareas de escritura. Y es que si bien la escritura no es algo que se me da con gran facilidad, no me puedo permitir usar eso de excusa para no dar lo mayor de mí. Me es inevitable dejar de encontrar errores en mis producciones, por lo que casi siempre termino dejando los textos tal y como están, incluso estando consciente de su imperfección. Sin embargo, de vez en cuando me enfrento con un texto que, por su temática o su estructura, es digno de ser reescrito múltiples veces. Es en esas raras ocasiones en que adopto la escritura como algo personal, la convierto en una herramienta para la evolución de mi proceso cognitivo, permitiéndome ampliar mis ideas cada vez más. Pienso mucho, escribo poco: una tendencia algo irónica y poco saludable si consideramos que el pensamiento y la escritura son dos caras de la misma moneda que nos define como seres humanos. Pienso mucho, escribo poco: una tendencia que todos deberíamos procurar dejar atrás.
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