viernes, 19 de febrero de 2016

Sobre los gustos inocentes (autobiografía versión 1)

Estoy bajo el agua, con los ojos bien abiertos a pesar del ardor, burbujas saliendo lentamente de mi nariz y boca. De repente, la necesidad de tomar aire es insoportable y, finalmente, salgo a la superficie. Este es tal vez el recuerdo más recurrente de mi niñez. Todos los días me sumergía y exploraba, una y otra vez, el mundo submarino de la piscina. Antes de caminar ya chapoteaba en charcos y platones con un éxtasis reservado únicamente a la inocencia de la infancia. Conforme ese asombro inocente fue desapareciendo, un gusto nuevo empezó a vislumbrarse en mí. Con mi niñez atrás y mi adolescencia por delante, el acto de sumergirme en una piscina comenzó a satisfacer un gusto más maduro: el gusto por la soledad. Ese gusto por la soledad no era proyección de un deseo de aislarme de la gente, sino de un aprecio infinito por la quietud que la soledad proporcionaba. Estar ahí, inmerso en el agua, ajeno de todas las preocupaciones del día a día: ese era mi deseo más profundo.
Al llegar a la cúspide de la adolescencia decidí llevar la pasión por sumergirme en el agua a otro nivel. Fue así como me inicié en el buceo. En esta nueva actividad me reencontré con el asombro inocente de la niñez, pues el mundo submarino -algo desconocido para mí en ese entonces- desbordaba con maravillas llenas de misterio. Cada vez me intrigaba más y más por el océano y sus maravillas, y despertaba en mí un sentimiento de pertenencia hacia éstas. Fue precisamente ese sentimiento de pertenencia lo que me impulsó a inscribirme en la jornada mundial de limpieza de playas de PADI (institución internacional de buzos certificados).
Las playas que nos designaron para limpiar, a mí y a quienes nos acompañaron, fueron las de Juanchaco, Ladrilleros y las playas adyacentes. El viaje estuvo lleno de expectativas. Ansiaba ver esas playas de las que tanto se escuchaba y poder ayudar, aunque fuera un poco, en su conservación. No estoy seguro de que pensaba que me iba a encontrar una vez llegáramos, pero sin importar lo que me hubiera imaginado, habría estado rotundamente equivocado. Es imposible que hubiera podido prever el caos y desastre en el cual se encontraban las playas. Diferente a como lo había experimentado en mis viajes de buceo, no eran peces y aves los que rondaban las playas y sus aguas. Por el contrario, eran papeles, botellas y bolsas los que tapizaban tanto potencial natural; eran agujas, pañales y vidrios con los que los niños, que ahí habitaban, convivían al nadar.
Para muchos la situación no era alarmante, pues si nuestras propias ciudades están tan atestadas de desechos, cómo no estarlo los rincones naturales menos atendidos. No obstante, para mí, que había presenciado la belleza enigmática del mundo marino, que había encontrado en él la calma negada por el día a día, la situación era abrumadora ¿Cómo es posible que algo tan bello y preciado estuviera en esas condiciones? El caos parecía interminable: conforme limpiábamos, la marea traía más y más desechos. Detrás de cada playa que habíamos recuperado, había dos más que agonizaban entre la basura. La limpieza de playas, aunque estuviera fundamentada en la buena voluntad de la gente, no era la solución. La tarea era simplemente imposible. Sin importar cuanto tiempo dedicáramos ni cuanta ayuda tuviéramos, las playas siempre estarían sucias, las aguas seguirían infestadas de desechos y la vida del planeta peligraría. No, la solución tenía que ser algo más a fondo, algo que realmente impactara el mundo y protegiera esas maravillas que me brindaban, tanto asombro, como paz. Fue así como decidí hacer de esa solución mi meta personal.
La búsqueda de esa solución me llevó a adentrarme en el mundo de la ecología. Las energías renovables, urbanización ecológica, producción sostenible: eran éstas mis nuevas pasiones. Decidí, aun estando lejos de graduarme, que la Ingeniería Ambiental era mi carrera a seguir. Fascinado con las infinitas posibilidades que me brindaba la carrera, buscaba cada vez más soluciones ingeniosas que permitieran proteger y preservar aquél mundo de agua que me apasionaba. Quién hubiera pensado que lo comenzó como un asombro inocente desencadenaría en reflexiones maduras sobre el futuro de nuestro planeta.
El tiempo de graduarme se acercó, y con éste, la cruda realidad: la carrera que me apasionaba no tenía bases fuertes en Colombia y, por lo tanto, su estudio y ejecución no tenían peso real. Debía, entonces, estudiar una carrera que me permitiera ejercer las cuestiones ecológicas y que tuviera peso y trayectoria en el país. Finalmente, el futuro se hizo claro: la Ingeniería industrial era la carrera ideal para mí. Era una carrera que me permitiría desarrollarme en el ámbito ecológico, en especial en la producción sostenible, y así, poder contribuir a la preservación del medio ambiente.

Es extraño cómo los gustos más inocentes pueden evolucionar con el tiempo para convertirse en el motor que nos dirige cada vez más alto en el futuro. Para mí, el gusto por estar sumergido en el agua fue precisamente eso: un generador de expectativas y un potenciador de emociones que, poco a poco, fueron forjando el camino hacia donde estoy, y lo seguirán forjando hacia cosas cada vez más grandes.

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