Estoy bajo el agua, con los ojos bien abiertos a pesar del ardor,
burbujas saliendo lentamente de mi nariz y boca. De repente, la necesidad de
tomar aire es insoportable y, finalmente, salgo a la superficie. Este es tal
vez el recuerdo más recurrente de mi niñez. Todos los días me sumergía y
exploraba, una y otra vez, el mundo submarino de la piscina. Antes de caminar
ya chapoteaba en charcos y platones con un éxtasis reservado únicamente a la
inocencia de la infancia. Conforme ese asombro inocente fue desapareciendo, un
gusto nuevo empezó a vislumbrarse en mí. Con mi niñez atrás y mi adolescencia
por delante, el acto de sumergirme en una piscina comenzó a satisfacer un gusto
más maduro: el gusto por la soledad. Ese gusto por la soledad no era proyección
de un deseo de aislarme de la gente, sino de un aprecio infinito por la quietud
que la soledad proporcionaba. Estar ahí, inmerso en el agua, ajeno de todas las
preocupaciones del día a día: ese era mi deseo más profundo.
Al llegar a la cúspide de la adolescencia decidí llevar la pasión por sumergirme
en el agua a otro nivel. Fue así como me inicié en el buceo. En esta nueva
actividad me reencontré con el asombro inocente de la niñez, pues el mundo
submarino -algo desconocido para mí en ese entonces- desbordaba con maravillas
llenas de misterio. Cada vez me intrigaba más y más por el océano y sus
maravillas, y despertaba en mí un sentimiento de pertenencia hacia éstas. Fue
precisamente ese sentimiento de pertenencia lo que me impulsó a inscribirme en
la jornada mundial de limpieza de playas de PADI (institución internacional de
buzos certificados).
Las playas que nos designaron para limpiar, a mí y a quienes nos
acompañaron, fueron las de Juanchaco, Ladrilleros y las playas adyacentes. El
viaje estuvo lleno de expectativas. Ansiaba ver esas playas de las que tanto se
escuchaba y poder ayudar, aunque fuera un poco, en su conservación. No estoy
seguro de que pensaba que me iba a encontrar una vez llegáramos, pero sin
importar lo que me hubiera imaginado, habría estado rotundamente equivocado. Es
imposible que hubiera podido prever el caos y desastre en el cual se
encontraban las playas. Diferente a como lo había experimentado en mis viajes
de buceo, no eran peces y aves los que rondaban las playas y sus aguas. Por el
contrario, eran papeles, botellas y bolsas los que tapizaban tanto potencial
natural; eran agujas, pañales y vidrios con los que los niños, que ahí
habitaban, convivían al nadar.
Para muchos la situación no era alarmante, pues si nuestras propias
ciudades están tan atestadas de desechos, cómo no estarlo los rincones
naturales menos atendidos. No obstante, para mí, que había presenciado la
belleza enigmática del mundo marino, que había encontrado en él la calma negada
por el día a día, la situación era abrumadora ¿Cómo es posible que algo tan
bello y preciado estuviera en esas condiciones? El caos parecía interminable: conforme
limpiábamos, la marea traía más y más desechos. Detrás de cada playa que
habíamos recuperado, había dos más que agonizaban entre la basura. La limpieza
de playas, aunque estuviera fundamentada en la buena voluntad de la gente, no
era la solución. La tarea era simplemente imposible. Sin importar cuanto tiempo
dedicáramos ni cuanta ayuda tuviéramos, las playas siempre estarían sucias, las
aguas seguirían infestadas de desechos y la vida del planeta peligraría. No, la
solución tenía que ser algo más a fondo, algo que realmente impactara el mundo
y protegiera esas maravillas que me brindaban, tanto asombro, como paz. Fue así
como decidí hacer de esa solución mi meta personal.
La búsqueda de esa solución me llevó a adentrarme en el mundo de la
ecología. Las energías renovables, urbanización ecológica, producción
sostenible: eran éstas mis nuevas pasiones. Decidí, aun estando lejos de
graduarme, que la Ingeniería Ambiental era mi carrera a seguir. Fascinado con
las infinitas posibilidades que me brindaba la carrera, buscaba cada vez más
soluciones ingeniosas que permitieran proteger y preservar aquél mundo de agua
que me apasionaba. Quién hubiera pensado que lo comenzó como un asombro
inocente desencadenaría en reflexiones maduras sobre el futuro de nuestro
planeta.
El tiempo de graduarme se acercó, y con éste, la cruda realidad: la
carrera que me apasionaba no tenía bases fuertes en Colombia y, por lo tanto,
su estudio y ejecución no tenían peso real. Debía, entonces, estudiar una carrera
que me permitiera ejercer las cuestiones ecológicas y que tuviera peso y
trayectoria en el país. Finalmente, el futuro se hizo claro: la Ingeniería
industrial era la carrera ideal para mí. Era una carrera que me permitiría
desarrollarme en el ámbito ecológico, en especial en la producción sostenible,
y así, poder contribuir a la preservación del medio ambiente.
Es extraño cómo los gustos más inocentes pueden evolucionar con el
tiempo para convertirse en el motor que nos dirige cada vez más alto en el futuro.
Para mí, el gusto por estar sumergido en el agua fue precisamente eso: un
generador de expectativas y un potenciador de emociones que, poco a poco,
fueron forjando el camino hacia donde estoy, y lo seguirán forjando hacia cosas
cada vez más grandes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario