jueves, 14 de abril de 2016

Primer avance, ensayo autobiográfico

Sumergiéndome al futuro

Estoy bajo el agua, con los ojos bien abiertos a pesar del ardor, burbujas saliendo lentamente de mi nariz y boca. De repente, la necesidad de tomar aire es insoportable y, finalmente, salgo a la superficie. Este es tal vez el recuerdo más recurrente de mi niñez. Todos los días me sumergía y exploraba, una y otra vez, el mundo submarino de la piscina. Antes de caminar, ya chapoteaba en charcos y platones con un éxtasis reservado únicamente a la inocencia de la infancia. Conforme ese asombro inocente fue desapareciendo, un gusto nuevo empezó a vislumbrarse en mí. Con mi niñez atrás y mi adolescencia por delante, el acto de sumergirme en una piscina comenzó a satisfacer un gusto más maduro: el gusto por la soledad. Ese gusto por la soledad no era proyección de un deseo de aislarme de la gente, sino de un aprecio infinito por la quietud que la soledad proporcionaba. Estar ahí, inmerso en el agua, ajeno de todas las preocupaciones del día a día: ese era mi deseo más profundo. Fue así como el deseo de sumergirme en el agua se convirtió en una parte esencial de mi rutina diaria, era como una droga que dictaba todo lo que sucedía a mi alrededor. Era gracias a esa pequeña actividad que mi mente se aclaraba, mis pensamientos se formaban y mi vida tomaba dirección.  Ese gusto por estar bajo el agua fue definitivamente el que me brindó las pautas y oportunidades que me han convertido en quien soy.

Cada vez, ese gusto y necesidad por la soledad que me proporcionaba el estar bajo el agua se hacía más y más fuerte, y buscaba constantemente nuevas formas de satisfacerla. Fue así como me inicié en el buceo. Son muchas las cosas que le atribuyo y agradezco a mis padres, pero mi experiencia submarina nunca fue una de esas, al menos no lo fue hasta hace poco. Cuando comencé a planear la manera de relatar mi experiencia recurrí a varios amigos y me sorprendí con la frecuencia que ellos me preguntaban cómo mis padres lo habían permitido. En realidad, no era algo que hubiera considerado, pues ¿por qué estarían en conflicto mis padres con la dirección que mi gusto por el agua había tomado? Y fue entonces que lo comprendí: el buceo implica no solo un alto costo en materia de dinero, sino en preocupación y canas. El dejar a un hijo incursionarse en un mundo totalmente ajeno a lo conocido es uno de los mayores sacrificios, y es algo que ahora, con la madurez de los años, se lo agradezco profundamente a mis padres, pues fue el primer paso para convertirme en quien soy hoy. En esta nueva actividad me reencontré con el asombro inocente de la niñez, pues el mundo submarino, algo desconocido para mí en ese entonces, desbordaba con maravillas llenas de misterio. Cada vez me intrigaba más y más por el océano y su naturaleza extraordinaria, y despertaba en mí un sentimiento de pertenencia hacia ésta. Fue precisamente ese sentimiento de pertenencia lo que me impulsó a inscribirme en la jornada mundial de limpieza de playas de PADI (institución internacional de buzos certificados). Solo ahora, años después, entiendo que esa transición de la inmersión en el agua hacia el buceo era el paso más lógico. No bastaba con aclarar mi mente cuando las ideas parecían nubladas, era necesario explotar la calma y claridad que me brindaba el agua. Así, la transición hacia el buceo fue más que la simple proyección de un deseo de la niñez, era la progresión necesaria hacia lo que el poeta Robert Lowell y el filósofo Gabriel Torres llaman “La mirada de Aquiles”: ese espacio indispensable en la vida de todos en el cual logramos, mediante la soledad y la autocrítica, vislumbrar con facilidad nuestras debilidades, fortalezas y deseos más profundos para descubrir nuestro rumbo a seguir.

Las playas que nos designaron para limpiar, a mí y a quienes nos acompañaron, fueron las de Juanchaco, Ladrilleros y las playas adyacentes. El viaje estuvo lleno de expectativas. Ansiaba ver esas playas de las que tanto se escuchaba y poder ayudar, aunque fuera un poco, en su conservación. Hoy en día, no estoy seguro de lo que me iba a encontrar al llegar, pero sí tengo la certeza de que es imposible que hubiera podido prever el caos y el desastre en estas playas. Diferente a como lo había experimentado en mis viajes de buceo, no eran peces y aves los que rondaban las playas y sus aguas. Por el contrario, eran papeles, botellas y bolsas los que tapizaban tanto potencial natural; eran agujas, pañales y vidrios con los que los niños, que ahí habitaban, convivían al nadar. La situación, por más triste y desastrosa que pareciera, solo era la punta del iceberg, pues de los 6,4 millones de toneladas de basura que Green Peace estima terminan en los océanos anualmente, solo el 15% termina en las playas, esto quiere decir que toda la destrucción y contaminación que presenciábamos era tan solo una pequeña parte del problema, lo que hacía la situación aún más preocupante.

Para muchos la situación no era alarmante, pues si nuestras propias ciudades están tan atestadas de desechos, cómo no estarlo los rincones naturales menos atendidos. No obstante, para mí, que había presenciado la belleza enigmática del mundo marino, que había encontrado en él la calma negada por el día a día, la situación era abrumadora. Aun así, la falta de preocupación de las demás personas era desalentadora. No podía creer que la mayoría de las personas no quedaran destrozadas al ver tal devastación. Aún sin haber presenciado las bellezas del océano, la escena debería despertar en todos, el sentido de conservación que la UNESCO define como uno de los sentimientos más básicos del ser humano y factor indispensable para la conservación del medio ambiente, tristemente, solo unos pocos parecíamos tenerlo. El caos parecía interminable: conforme limpiábamos, la marea traía más y más desechos. Detrás de cada playa que habíamos recuperado, había dos más que agonizaban entre la basura. La limpieza de playas, aunque estuviera fundamentada en la buena voluntad de la gente, no era la solución. La tarea era simplemente imposible. Sin importar cuánto tiempo dedicáramos ni cuánta ayuda tuviéramos, las playas siempre estarían sucias, las aguas seguirían infestadas de desechos y la vida del planeta peligraría. No, la solución tenía que ser algo más a fondo, algo que realmente impactara el mundo y protegiera esas maravillas que me brindaban tanto asombro, como paz. Fue así como decidí hacer de esa solución mi meta personal.

La búsqueda de esa solución me llevó a adentrarme en el mundo de la ecología. Las energías renovables, urbanización ecológica y la producción sostenible se convirtieron en mis nuevas pasiones. Decidí, aun estando lejos de graduarme, que la Ingeniería Ambiental era mi carrera a seguir. Fascinado por las infinitas posibilidades que me brindaba la carrera, buscaba cada vez más soluciones ingeniosas que permitieran proteger y preservar aquel mundo de agua que me apasionaba. Quién hubiera pensado que lo comenzó como un asombro inocente desencadenaría en reflexiones maduras sobre el futuro de nuestro planeta.

El tiempo de graduarme se acercó, y con éste, la cruda realidad: la carrera que me apasionaba no tenía bases fuertes en Colombia y, por lo tanto, su estudio y ejecución no tenían peso real. Debía, entonces, estudiar una carrera que me permitiera ejercer las cuestiones ecológicas y que tuviera peso y trayectoria en el país. Finalmente, el futuro se hizo claro: la Ingeniería industrial era la carrera ideal para mí. Era una carrera que me permitiría desarrollarme en el ámbito ecológico, en especial en la producción sostenible, y así poder contribuir a la preservación del medio ambiente.


Es extraño cómo los gustos más inocentes pueden evolucionar con el tiempo para convertirse en el motor que nos dirige cada vez más alto en el futuro. Para mí, el gusto por estar sumergido en el agua fue precisamente eso: un generador de expectativas y un potenciador de emociones que, poco a poco, fueron forjando el camino hacia donde estoy, y lo seguirán forjando hacia cosas cada vez más grandes.

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